Cuando la Insignia Era Nueva
Cuando la Insignia Era Nueva
Capítulo 1: Asignación Forzada
Los Ángeles, 1982. La comisaría de LAPD en Parker Center vibraba con la energía de una ciudad al borde del caos. Sirenas, teléfonos sonando, el murmullo tenso de oficiales y secretarias. Era otro día en el infierno urbano.
John McClane, recién salido de la academia, ajustó el cinturón de su uniforme mientras cruzaba el umbral. Nervioso, pero sin mostrarlo. Tenía una reputación que construir, y la última cosa que quería era ser el novato que daba lástima.
—McClane, ¡aquí! —Ed Murphy, su jefe, lo llamó con la voz rasposa de alguien que llevaba décadas gritando órdenes. Junto a él, un tipo de aspecto desaliñado, chaqueta de cuero sobre el uniforme, ojos cansados y una postura que gritaba "no me importa una mierda".— Te presento a tu compañero. Riggs.
Martin Riggs levantó la mirada, el destello de una sonrisa burlona cruzándole el rostro.
—¿De verdad me vas a emparejar con este niño, Murphy?
—Cállate, Riggs. No tienes elección. McClane, tampoco tú.
John cruzó los brazos, ya sintiendo que esto iba a ser un desastre.
—¿Qué estamos investigando?
Murphy suspiró y arrojó un expediente sobre la mesa.
—Un grupo de traficantes está llenando los barrios con crack. Y si esto sigue así, la ciudad se va a ir a la mierda en menos de un año.
Riggs tomó el archivo y lo hojeó sin interés.
—¿Y dónde está la fiesta?
Murphy lo fulminó con la mirada, pero antes de que pudiera responder, la radio de la comisaría estalló en un sonido chirriante.
—¡Tenemos una amenaza de bomba en el distrito financiero!
McClane y Riggs se miraron. No había tiempo para discusiones.
Riggs sonrió, esa sonrisa loca que ya empezaba a incomodar a McClane.
—Vamos a divertirnos.
Sin decir más, ambos salieron corriendo hacia el coche patrulla, con el ruido de la ciudad envolviéndolos en su caos.
Capítulo 2: El señuelo
Los Ángeles, Distrito Financiero, 1982.
El sol golpeaba el asfalto con su brillo implacable, reflejándose en los rascacielos. Riggs ajustó el retrovisor de la patrulla mientras McClane tomaba el volante. Un viejo Ford LTD Crown Victoria, con la pintura desgastada y una sirena que crujía cada vez que se encendía. Era el tipo de coche que olía a café frío y cigarrillos baratos, con un asiento trasero que había visto demasiados traslados nocturnos.
—¿Siempre conducimos esta basura, o es solo porque soy nuevo? —soltó McClane, echando un vistazo al tablero lleno de marcas y papeles arrugados.
Riggs sonrió.
—Bienvenido al glamour del LAPD. Solo los jefes conducen autos que no apestan a desesperación.
McClane rodó los ojos y aceleró.
El distrito financiero estaba en alerta. Cintas de seguridad, oficiales corriendo y el sonido lejano de una alarma. Frente al edificio de Western Pacific Bank, un grupo de expertos en explosivos rodeaba una maleta abandonada. Los miraban con expresión tensa, pero al ver a Riggs y McClane acercarse, uno de ellos les hizo señas.
—Pasen, pero no toquen nada hasta que sepamos qué demonios es esto.
Riggs se inclinó hacia la maleta y silbó.
—¿Cuánto apostamos a que esto es solo una broma de algún lunático aburrido?
McClane cruzó los brazos, observando la escena.
—Con suerte. Pero si explota, al menos será una buena excusa para evitar el papeleo.
Riggs rió, sacando un bolígrafo del bolsillo y usándolo para mover la solapa del maletín.
—A este ritmo, Reagan va a necesitar más que discursos para convencer a la gente de que todo va bien. No es fácil pagar gasolina a este precio.
McClane lo miró de reojo.
—¿Siempre haces chistes sobre la economía antes de desactivar bombas?
—La mayoría de las veces.
McClane negó con la cabeza y suspiró.
—Sabes, yo solía estar en Nueva York. Me trajeron aquí porque al parecer soy igual de explosivo que esta mierda.
Riggs soltó una carcajada.
—Bienvenido al manicomio.
En ese instante, uno de los expertos abrió el maletín y todos retrocedieron instintivamente. Silencio. Nada.
—Es una broma. Es de juguete.
La radio en la patrulla estalló con un mensaje urgente.
—¡Atención todas las unidades! Robo en proceso en Western Pacific Bank. Los sospechosos huyen en un camión de valores.
McClane y Riggs se miraron. Sin perder tiempo, corrieron hacia el auto.
McClane arrancó y encendió la sirena.
—Ahora sí, Riggs. Hora de trabajar.
La patrulla rugió por las calles de LA, persiguiendo el camión que se alejaba a toda velocidad. Riggs sacó la pistola y sonrió.
—Me encanta este trabajo.
Capítulo 3: Furia en las calles
Los Ángeles, 1982. El rugido del motor y el grito de las sirenas eran la única música en la persecución. Un camión de valores cargado con delincuentes armados atravesaba las calles con brutalidad, arrasando semáforos y obligando a los autos a esquivar el caos. Dentro de la patrulla destartalada, McClane y Riggs se aferraban al volante y al destino.
—¿Siempre manejas así? —McClane gruñó mientras hacía un giro cerrado, las llantas rechinando contra el pavimento caliente.
Riggs sonrió, despreocupado, recargando su pistola con un movimiento ágil.
—Cuando no estoy en terapia, sí.
Las balas comenzaron a volar. Uno de los maleantes sacó el brazo por la ventanilla del camión y abrió fuego. McClane se inclinó instintivamente mientras los impactos perforaban el capó.
—Me recuerda a Nueva York. —McClane murmuró con sarcasmo.
Riggs, sin apartar la vista de la carretera, sonrió levemente.
—Oh, ¿sí? ¿Y qué haces en Los Ángeles, entonces?
McClane apretó la mandíbula, esquivando un taxi que frenó de golpe.
—Digamos que mi temperamento explosivo hizo que mi jefe pensara que era mejor alejarme de la Gran Manzana.
Riggs soltó una carcajada.
—Bienvenido a la jungla, amigo.
Acelerando hasta quedar a la par del camión, Riggs se apoyó en el asiento y abrió la puerta de la patrulla.
—¿Qué demonios haces? —McClane miró de reojo, la incredulidad mezclándose con fastidio.
—Lo que mejor sé hacer.
Riggs, con sus jeans vaqueros y botas gastadas, se levantó sobre el techo del vehículo en movimiento. El viento golpeó su rostro mientras evaluaba el momento exacto para saltar. McClane, viendo el desastre venir, solo suspiró.
—A este ritmo, no voy a vivir para comprar mi condo en Nueva York.
Con un impulso feroz, Riggs saltó al camión abierto, cayendo en medio de los delincuentes. Golpes, disparos, cuerpos cayendo al asfalto. En cuestión de segundos, había derribado a dos de los criminales.
Pero otro, oculto entre las sombras del interior, levantó su arma y apuntó a Riggs por la espalda.
McClane no dudó.
Un solo disparo atravesó el aire y el thug cayó al instante.
Riggs se giró, aún con el corazón acelerado, viendo a McClane con el arma humeante desde la patrulla.
McClane levantó una ceja y soltó su clásico tono seco.
—La próxima vez, avísame si tienes ganas de morir antes del almuerzo.
Antes de que Riggs pudiera responder, el camión de valores, fuera de control, chocó de frente contra una boutique de lujo, estallando la vitrina en mil pedazos de cristal. El caos inundó la acera mientras los criminales restantes caían inconscientes por el impacto.
Riggs, respirando pesadamente, se levantó entre los escombros.
—¿Ves? Funciona.
McClane, aún dentro de la patrulla, negó con la cabeza.
—Lo que funciona es que todavía estés vivo.
Las sirenas policiales se acercaban. La persecución había terminado, pero la verdadera historia apenas comenzaba.
Capítulo 4: Sombras Personales
LAPD, 1982. El aire en la comisaría estaba cargado de tensión y aroma a café rancio. Riggs y McClane cruzaron la puerta con los hombros aún tensos tras la persecución. Pero antes de que pudieran siquiera tomar un respiro, la voz rasposa de Ed Murphy los recibió como un trueno.
—¡¿QUÉ DEMONIOS CREÍAN QUE HACÍAN?! —Murphy golpeó el escritorio, su cara roja de furia.— ¿Tienen idea de cuántas llamadas he recibido por el desastre en Melrose Place?
McClane se encogió de hombros.
—Bueno, si lo piensas, ahora la boutique tiene más luz natural.
Murphy le lanzó una mirada asesina.
—No quiero escuchar estupideces, McClane. ¿Y tú, Riggs? ¿Te parece gracioso volar por los techos como un maldito cowboy?
Riggs le sostuvo la mirada, sin expresión, como si las palabras apenas lo rozaran.
—Los delincuentes están en custodia, jefe. Eso es lo que importa.
Murphy resopló.
—Ustedes dos… Son una maldita pesadilla.
Los papeles volaron por el escritorio mientras Murphy les ordenaba retirarse. McClane y Riggs salieron, sabiendo que el infierno apenas comenzaba.
Por la noche, la brisa marina soplaba suavemente sobre la costa. Dentro de una casa rodante desgastada, el sonido del licor llenando un vaso se mezclaba con la estática de un televisor encendido. Riggs se recostó en el sillón, su mirada perdida en los reflejos del alcohol.
Las imágenes en su mente eran más vívidas que cualquier transmisión nocturna: junglas, humo, disparos, rostros distorsionados por el horror. Su propia respiración se agitó por un instante, y tuvo que cerrar los ojos con fuerza para ahogar los recuerdos.
En la pared, algunos trofeos brillaban bajo la tenue luz. Mejor tirador. Mejor investigador. Huellas de lo que una vez fue su orgullo.
Junto a los premios, una foto enmarcada. Una mujer con uniforme de policía, su sonrisa leve, pero cálida. Riggs tomó el marco, recorriendo con el dedo el vidrio frío. Un suspiro pesado escapó de su pecho antes de que lo dejara de nuevo en su sitio y apurara otro trago.
Al otro lado de la ciudad, McClane encendía un cigarrillo en su modesto apartamento al este de Los Ángeles. Con el auricular del teléfono entre los dedos, su voz se suavizó al escuchar la de Molly al otro lado de la línea.
—John… Ya sabes lo que quiero. —La voz de Molly tenía ese tono de súplica disfrazada de seguridad.— No puedo esperar para siempre.
McClane exhaló el humo lentamente.
—Yo tampoco quiero esperar, Mol… Pero aún no puedo dejar este trabajo.
Silencio.
—¿Siempre será así? —preguntó ella, su voz temblando ligeramente.
McClane miró la televisión. Noticias. Crack infectando los barrios como un veneno.
Él soltó una risa seca, sin alegría.
— Créeme, si hubiera una forma fácil de salir de esto, ya lo habría hecho. Pero parece que soy... demasiado duro de matar.
Y mientras la pantalla destellaba titulares sobre una ciudad en decadencia, él solo pudo preguntarse cuánto tiempo más podría aguantar antes de perderlo todo.
Capítulo 5: El Rey del Crack
Los Ángeles, 1982. La noche envolvía los muelles en una neblina espesa, donde las luces de los barcos apenas rompían la oscuridad. En una bodega abandonada, el eco de pasos resonaba entre paredes corroídas por el tiempo. Allí, Shane Mendez reinaba como un emperador de la decadencia.
Mendez, con cadenas de oro brillando sobre su pecho, se paseaba frente a un hombre amarrado a una silla. El vendedor de crack, un joven tembloroso y ensangrentado, apenas podía levantar la cabeza. Rico, el henchman de Mendez, estaba a su lado, sosteniendo una pesada llave mecánica con la indiferencia de quien lleva un martillo.
—¿Sabes qué odio más que los traidores? —Mendez habló con voz grave, su acento puertorriqueño marcando cada palabra.— Los idiotas que creen que pueden robarme y salir vivos.
El hombre amarrado intentó hablar, pero solo logró un gemido.
—¿Dónde está la droga? —Mendez se inclinó hacia él, su mirada ardiente como el fuego.— Habla, o Rico se encargará de que nunca vuelvas a caminar.
Rico, sin decir una palabra, levantó la llave y la dejó caer con fuerza sobre el pie del hombre. Un grito desgarrador llenó la bodega.
—Eso fue solo el comienzo. —Mendez encendió un cigarrillo y se lo ofreció al hombre, quien lo tomó con manos temblorosas. Pero antes de que pudiera dar una calada, Rico lo golpeó con un bate en la espalda, haciéndolo caer hacia adelante.
—¿Sabes qué? Ya me aburrí. —Mendez se giró hacia Rico, señalando la puerta.— Tíralo al agua. Que los peces se diviertan.
Rico arrastró al hombre, ahora una masa de sangre y huesos rotos, hacia la salida. El sonido del cuerpo cayendo al agua fría resonó en la noche.
Mendez se giró hacia sus hombres, un grupo de pandilleros con chaquetas de cuero y motocicletas estacionadas fuera de la bodega. Sacó una foto de archivo y la sostuvo frente a ellos.
—Este es John McClane. Un policía de Nueva York que acaba de unirse al LAPD. —Su voz se endureció.— Hace años, este bastardo me arrestó y destruyó mi negocio allá. Me dio una golpiza que todavía recuerdo.
Los pandilleros intercambiaron miradas, algunos ajustando sus armas.
—Quiero que tengan cuidado. Este tipo no es como los demás. Si lo ven, no duden en disparar.
Mendez salió de la bodega, subiendo a su Dodge Charger negro, con un águila pintada en el capó. El motor rugió mientras se alejaba, dejando atrás la amenaza latente que ahora pendía sobre McClane y Riggs.
Capítulo 6: Un nombre en la oscuridad
LAPD, 1982. Murphy tamborileaba los dedos sobre su escritorio, observando con fastidio a McClane y Riggs.
—Escuchen bien, porque esta es su última oportunidad de demostrar que tienen cerebro y no solo balas en la cabeza.
McClane suspiró, ya anticipando el discurso.
—Murphy, si quieres decirnos que esta misión es un desastre esperando ocurrir, ahórratelo.
Murphy golpeó la mesa.
—¡Un soplón nos ha dado una pista sólida! Quiero que vayan al Sunset Strip, al Golden Jaguar, y encuentren a Leena. Es la novia de uno de esos motociclistas de la pandilla.
Riggs sonrió de lado.
—¿Un club nocturno? Esta es la primera vez que me das un trabajo que parece divertido.
Murphy no se inmutó.
—Si fallan, los pondré a patrullar calles hasta que sus botas se deshagan en el pavimento.
McClane y Riggs se intercambiaron miradas.
—Todo irá bien. —McClane aseguró.
Riggs levantó una mano y cruzó los dedos con una sonrisa pícara.
—Seguro que sí.
Al girarse para salir, McClane sintió algo extraño en su espalda. Riggs se detuvo, riéndose mientras le arrancaba un papel pegado en su chaqueta.
—"Novato", ¿eh? Qué conmovedor.
McClane resopló, tomando el papel y arrugándolo antes de lanzarlo a la basura.
El Golden Jaguar era un hervidero de luces neón, humo de cigarrillo y cuerpos moviéndose al ritmo de un bajo retumbante. McClane y Riggs entraron con cautela, escaneando el lugar.
En el centro del escenario, Leena se movía con una elegancia indomable, su piel trigueña resplandeciendo bajo los reflectores, resaltando la curva de sus mejillas y el fulgor de su mirada desafiante. Sus labios, carnosos y tentadores, se entreabrían en una sonrisa apenas insinuada mientras giraba con una gracia felina, su silueta atrapando la atención de clientes encorvados sobre sus tragos y motociclistas con chaquetas de cuero gastado. Riggs se inclinó hacia McClane.
—Si esto sale bien, Murphy nos debe una botella de whisky.
—Si esto sale mal, nos deben un ataúd. —respondió McClane con su habitual sarcasmo.
Pero no tuvieron tiempo de disfrutar la escena. Uno de los motociclistas se les acercó, mirada amenazante, y la tensión en el aire se volvió palpable.
—No deberían estar aquí.
Riggs sonrió.
—Bueno, eso depende de lo que encontremos.
Un vaso se estrelló contra el suelo. Luego, un golpe. Y entonces, el caos.
La pelea se desató como fuego en pólvora. Riggs bloqueó un ataque y derribó a un pandillero sobre una mesa, mientras McClane lanzaba un gancho limpio contra otro. Los clientes gritaban, las sillas volaban, y entre el caos, un disparo resonó en el aire.
Leena cayó al suelo.
McClane y Riggs corrieron a su lado. Su respiración era débil, su mirada temblorosa.
—Dime algo. —McClane susurró, sosteniéndola.
Leena, con la última fuerza que le quedaba, dejó escapar un nombre:
—Rico…
Silencio.
Riggs encontró algo en su chaqueta. Una pequeña bolsa de crack con un águila dorada estampada en el plástico.
McClane y Riggs intercambiaron miradas. Estaban cada vez más cerca.
Al salir del club, con el eco del desastre a sus espaldas, McClane sacudió la cabeza y miró a Riggs.
—Dime, ¿siempre que trabajemos juntos habrá bolsas y cadáveres?
Riggs sonrió, aún con la adrenalina en el cuerpo.
—Es la magia del equipo.
McClane exhaló, viendo la pistola de Riggs aún desenfundada.
—Deberías mantener eso en la funda. Me está preocupando que sea un… Arma Mortal.
Riggs soltó una carcajada, golpeando ligeramente a McClane en el hombro.
—Ese es el espíritu, novato.
Capítulo 7: Las Reglas del Miedo
Las luces de la ciudad parpadean a través de los ventanales, una jungla de neón y corrupción extendiéndose bajo la mirada de Shane. Está junto a la piscina cubierta, vestido con su usual uniforme de decadencia: pantalones de pana blanca, cadenas de oro descansando pesadas sobre su pecho. Su cicatriz parece una quemadura de cigarro mal apagado, torcida en su mejilla como un mal augurio.
Frente a él, en el sofá de mink, un hombrecito suda como si el aire acondicionado no existiera.
—Necesito la clave de la caja de seguridad en Flamingo's —dice Shane, casi con ternura—. Sé que ahí guardas la lista. Todos los proveedores. Todos los policías que juegan de tu lado.
El hombre trata de mantener la calma, pero su sonrisa es una grieta, desmoronándose rápido.
—Si te doy esa lista, Shane... estoy muerto.
Silencio. Luego, una sonrisa de dientes blancos y filo de cuchilla.
—¿Y cómo está la pequeña Rosita? —susurra Shane, jugueteando con un vaso de coñac—. Tengo un amigo, Rico, que es fanático de pasar por las escuelas. Muy servicial. Muy... afectuoso.
El hombre se pone de pie como si lo hubieran electrocutado.
—¡No metas a mi hija en esto!
Un matón con ametralladora lo devuelve al sofá con un golpe seco en el pecho.
—No tengo tiempo —dice Shane, ya sin sonrisa—. Dame la clave.
Manos temblorosas. El hombre agarra una libreta, garabatea números como si le estuvieran drenando la vida con cada línea. Cuando termina, Shane coge la página con dos dedos y la estudia como si fuera un menú en un restaurante elegante.
—¿Ves? Ni siquiera dolió.
El hombre se anima lo suficiente para tomar un trago de coñac. Un error. La confianza es una moneda falsa en presencia de Shane Méndez.
El traficante camina hacia la puerta de mármol. Suspira. Parece satisfecho. Luego, en un movimiento rápido, saca su Beretta, se voltea levantando el arma con agilidad y dispara directo enmedio de los ojos de su asustado interlocutor.
El hombre cae a la piscina en un espasmo, el agua volviéndose roja en cuestión de segundos.
Shane se limpia el humo de la pistola con un pañuelo de seda y les lanza una mirada a sus hombres.
—Limpien esto.
Sale del penthouse como si acabara de firmar un contrato en Wall Street. Afuera, un helicóptero de la policía ilumina un enorme afiche: la cara de un político, el concejal de la ciudad, con una sonrisa hipócrita.
Shane la contempla por un segundo y suelta una carcajada, casi divertida.
—"Todo hombre tiene un precio. El suyo fue una bala de nueve milímetros." —murmura para sí, desapareciendo entre las sombras.
Capítulo 8: Caos en Chinatown
Los Ángeles, 1982. El barrio chino estaba vivo con colores vibrantes y aromas exóticos. Entre los callejones y restaurantes, la furgoneta de exterminadores de plagas se detuvo frente a un local con un letrero de neón parpadeante.
Riggs ajustó su gorra de "Exterminador" mientras McClane miraba el vehículo con una mezcla de incredulidad y resignación.
—¿De verdad? ¿Esto es lo mejor que Murphy pudo conseguir? —McClane murmuró, sacudiendo la cabeza.
Riggs sonrió.
—Relájate, novato. Nadie sospecha de los exterminadores.
Entraron al restaurante chino, donde el ambiente era cálido y bullicioso. En una mesa al fondo, Rico, una chica rubia y dos secuaces estaban reunidos con un hombre oriental de traje, hablando en voz baja mientras intercambiaban miradas cautelosas.
Riggs y McClane se acercaron lentamente, fingiendo revisar las esquinas del lugar.
—¿Qué hacemos ahora? —McClane susurró.
—Improvisar. —Riggs respondió con una sonrisa.
Pero antes de que pudieran actuar, uno de los secuaces los vio y se levantó, sacando un arma.
—¡Policías!
El caos estalló. Riggs derribó una mesa mientras McClane se cubría detrás de otra. Los clientes gritaban y corrían hacia la salida. En medio de la refriega, uno de los thugs salió despedido por la ventana de cristal, aterrizando en la acera con un estruendo.
Rico aprovechó el caos para escapar, corriendo hacia un Volvo gris estacionado afuera.
—¡Vamos! —Riggs gritó mientras ambos corrían hacia la furgoneta de exterminadores.
El Volvo arrancó a toda velocidad, y la furgoneta lo siguió, con McClane al volante.
—Esto es ridículo. —McClane gruñó mientras esquivaba un carrito de frutas.— ¿Quién persigue criminales en una furgoneta con un insecto gigante pintado en el costado?
Riggs se rió, recargando su arma.
—Nosotros, novato. Nosotros.
La persecución se intensificó, con balas volando y mesas de cafés destrozadas en las aceras. Sombrillas caían, y los peatones apenas lograban esquivar el caos.
En un giro arriesgado, McClane vio un camión de limpieza estacionado y tomó una decisión.
—¡Sujétate!
Saltó del vehículo hacia el camión, agarrándose al costado mientras Riggs lo miraba con incredulidad.
—¿Siempre haces esto?
—Solo cuando estoy aburrido.
El camión interceptó al Volvo, que volcó en medio de la calle. Curiosos se agolparon alrededor del desastre mientras Rico salía del auto, sangrante, con una cadena en la mano.
Riggs frenó la furgoneta y se lanzó contra Rico ambos hombres lanzándose golpes brutales. La pelea era violenta, con la cadena girando y Riggs esquivando por poco los ataques.
En un momento, Rico logró amarrar a Riggs con la cadena, pero Riggs, con un hombro dislocado, se liberó con un movimiento rápido.
—¿Sabes qué? —Riggs gruñó mientras golpeaba a Rico con la cadena, haciéndolo caer en una fuente cercana.— Esto es por arruinar mi almuerzo.
McClane, observando desde cierta distancia con su Colt desenfundada, finalmente intervino.
—Ya es suficiente, Riggs.
Riggs, respirando pesadamente, se detuvo y miró a McClane.
—¿Suficiente? Oh, perdón, ¿te interrumpí mientras redactabas el informe policial en tu cabeza?
Antes de que McClane pudiera responder, las sirenas policiales llenaron el aire. Los oficiales llegaron, observando los destrozos a su alrededor.
Riggs y McClane intercambiaron miradas.
—Estamos en problemas. —McClane murmuró.
—Todo el tiempo. —Riggs respondió con una sonrisa.
Capítulo 9: Oficiales de calle
LAPD, 1982. Murphy apretó los labios con furia, observando a Riggs y McClane con una mezcla de agotamiento y rabia. Destrozos, persecuciones, balazos… Había aguantado demasiado.
—¡Ya basta! —golpeó el escritorio.— Están fuera del caso.
Riggs cruzó los brazos, fingiendo sorpresa.
—¿Nos estás degradando?
Murphy resopló.
—Ustedes dos ahora son patrulleros de calle. Uniforme. Tráfico. Multas. Quiero que aprendan a respetar la ley antes de seguir rompiéndola.
McClane suspiró.
——Bueno, al menos nos libramos de tu teatro de indignación. Ahora podemos romper las reglas en una escala más pequeña.
Murphy lo fulminó con la mirada.
—Fuera de mi vista.
Horas después, en un restaurante mexicano del barrio latino, Riggs y McClane se sentaron con quesadillas y cervezas. Riggs daba mordiscos lentos mientras McClane giraba su botella de cerveza en la mano.
—¿Siempre tomas así cuando te bajan de rango? —Riggs preguntó, divertido.
McClane sonrió con desgano.
—No. A veces lo celebro.
En la calle, el sonido de un balón de baloncesto rebotando llamó su atención. Cerca de una cancha, un chico de no más de doce años hablaba con un grupo de adolescentes mayores. En su mano, pequeñas bolsas de crack.
McClane apretó los dientes.
—Ese niño debería estar en la escuela.
Riggs siguió su mirada.
—Y en vez de eso, está aprendiendo el negocio.
McClane sacó algo de su bolsillo. Una cajetilla de cerillos del Golden Jaguar, el club nocturno donde mataron a Leena. La giró sobre la mesa, mostrando un nombre escrito en el costado.
—Richard Dunn. Concejal de la ciudad.
Riggs se inclinó, su expresión endureciéndose.
—Dunn es corrupto. Ha estado facilitando el tráfico de drogas en toda la ciudad.
McClane sonrió levemente.
—¿Y sabes qué? Hoy recibe un premio como "líder ejemplar de la comunidad".
Riggs dejó caer su quesadilla sobre el plato.
—Mierda.
Hotel Luxor, Los Ángeles.
McClane y Riggs ajustaron sus corbatas frente al espejo de un baño. Los trajes alquilados les quedaban demasiado ajustados, y Riggs no tardó en quejarse.
—Parecemos pingüinos.
McClane ajustó su chaqueta y resopló.
—Solo mantente lejos del pescado.
La gala estaba llena de políticos y empresarios bebiendo champán. Dunn, impecable en su smoking, sonreía desde el centro del salón.
Riggs inclinó la cabeza.
—¿Por qué todos los corruptos se ven bien en esmoquin?
—Porque lo pagaron con dinero sucio.
Entonces, los guardias de seguridad notaron su presencia. No tardó en desatarse el caos.
Puños, sillas volando, vasos estrellándose contra el suelo. Riggs y McClane se abrieron paso entre los golpes, hasta que McClane tomó un micrófono y lo acercó a Dunn, ahora con la corbata desordenada y la cara de pánico.
—Dunn, sabemos que estás metido hasta el cuello en el negocio del crack.
Riggs se inclinó hacia él, sonriendo.
—¿Cómo se siente ser un filántropo con las manos sucias?
Dunn apretó los labios con rabia, pero antes de que pudiera responder, las sirenas policiales irrumpieron el salón.
McClane y Riggs se miraron.
—Hora de irnos.
En cuestión de segundos, desaparecieron en la multitud.
Roger Murtaugh, un joven oficial afroamericano quien comenzaba a hacer carrera en asuntos internos, llegó a la escena observando los destrozos.
Miró el desastre, el mobiliario roto, los invitados en el suelo, y suspiró con incredulidad.
—Si alguna vez termino con un compañero así… bueno, espero que me queden algunos años antes de empezar a decir que estoy demasiado viejo para esta mierda.
Capítulo 10: El último enfrentamiento
Los Ángeles, 1982. La brisa marina soplaba con fuerza, llevando consigo el olor salado del agua y el eco distante de los barcos. Los muelles eran un laberinto de contenedores metálicos, grúas oxidadas y luces parpadeantes que apenas iluminaban la oscuridad. Riggs estacionó su camioneta frente a su casa rodante, pero algo estaba mal.
La puerta estaba entreabierta, y el interior parecía un campo de batalla. Muebles volcados, papeles esparcidos, y en la pared, una fotografía de Laura Stern, su exnovia, marcada con lápiz labial rojo. Una sola palabra escrita: DEAD.
Riggs apretó los puños, su respiración acelerándose. En la parte inferior de la foto, una dirección: Los muelles.
Sin pensarlo dos veces, Riggs tomó una botella de tequila y la vació de un sorbo. Luego, se arrodilló junto a su cama y sacó una escopeta, cargándola con perdigones.
—Esto termina hoy.
Marcó el número de McClane.
—Han secuestrado a Laura. Sé dónde están.
Los muelles, Los Ángeles.
La noche envolvía los contenedores en una oscuridad inquietante. Riggs y McClane se movían entre las sombras, sus armas listas. El sonido de las olas chocando contra los pilares de madera se mezclaba con el crujido de las grúas que se balanceaban lentamente.
—¿Estás seguro de esto? —McClane susurró.
Riggs asintió, su mirada fija en la bodega al fondo.
—No hay vuelta atrás.
Las balas comenzaron a cruzarse antes de que pudieran acercarse. Los hombres de Shane Mendes salieron de los contenedores, disparando sin piedad. McClane respondió con precisión, derribando a dos motociclistas mientras Riggs avanzaba hacia la bodega.
Dentro, Laura estaba atada a una silla, su rostro marcado por golpes y sangre. Frente a ella, Rico, corpulento y con la nariz fracturada, sostenía un hacha.
—¿Viniste a morir, Riggs? —Rico gruñó, levantando el arma.
Riggs no respondió. Solo cargó hacia él, desatando una pelea brutal. Golpes, esquivas, el sonido del metal chocando contra el concreto. Rico era una fuerza imparable, pero Riggs, con su hombro dislocado, usó su dolor como ventaja, liberándose de un amarre con un movimiento rápido.
Finalmente, Riggs tomó una cadena que colgaba de uno de los buques y la envolvió alrededor del cuello de Rico. Con un último tirón, lo ahorcó, dejando su cuerpo caer al suelo.
Riggs corrió hacia Laura, liberándola de las ataduras. Su mirada se suavizó al verla, y sin pensarlo, la besó apasionadamente, como si ese momento pudiera borrar todo el dolor y el caos.
—Te tengo. —susurró, sosteniéndola con fuerza.
Mientras tanto, McClane se enfrentaba a Shane Mendes y sus hombres.
El primer disparo pasó rozando la oreja de McClane, suficiente para que el calor del metal le recordara que la muerte estaba respirándole en la nuca. Mendes no era un matón cualquiera. Tenía experiencia, sangre en las manos y una sonrisa como si estuviera disfrutando el espectáculo.
—Tienes pinta de estar jodidamente cansado, McClane —se burló, mientras avanzaba entre los contenedores con su pistola en alto.
McClane soltó una risa seca, pasando una mano por su cara llena de sudor y pólvora.
—¿Tú crees? Pensé que me veía radiante.
Mendes disparó, obligándolo a lanzarse detrás de un barril de gasolina. El sonido de los impactos resonó en el metal.
McClane giró, disparó dos veces. Mendes esquivó, moviéndose como un cazador que sabe que tiene ventaja.
—Te estás quedando sin balas, héroe.
McClane gruñó, sintiendo la quemazón en su costado—una bala perdida que había encontrado su camino. Su respiración se aceleró. Mendes lo vio, y lo disfrutó.
—Así es como muere un policía.
Mendes se acercó, arma lista.
McClane sintió el pulso en sus sienes, la sangre bombeando furiosa en su pecho.
El contenedor metálico colgaba sobre Mendes.
Última bala.
McClane disparó.
El impacto sacudió todo el muelle. Mendes miró hacia arriba justo cuando el contenedor se desplomó sobre él con una violencia que no dejaba espacio para reacción.
Un segundo después, Mendes ya no existía.
Billetes nuevos de cien dólares y bolsas de crack se esparcieron entre los escombros.
De la nada, una limosina negra y brillante derrapó hasta detenerse frente a los policías con un chillido de llantas. La puerta trasera se abrió y de la oscuridad, emergió el concejal Richard Dunn, impecable en su traje azul. Su revólver plateado brilló bajo la luz de la luna.
—Lo siento, muchachos. No me gusta dejar cabos sueltos.
McLane y Riggs apenas lograron intercambiar una mirada, la clase de mirada que decía bueno, hasta aquí llegamos. Pero antes de que el gatillo encontrara su destino, una detonación rugió en el aire.
Dunn se tambaleó, sus ojos confundidos como si la física le acabara de fallar. Cayó de bruces, un agujero humeante en la nuca.
Desde las sombras, el jefe Murphy avanzó despacio, un revólver aún caliente en su mano, el sombrero ladeado como si acabara de salir de un maldito western.
—A mí tampoco —susurró con la voz carrasposa.
McClane cayó de rodillas, jadeando, sintiendo cada músculo protestar por el abuso. Riggs se apoyó contra los contenedores, sangre en su ropa, Laura aferrada a su brazo.
—Estás peor que yo. —Riggs murmuró con una sonrisa torcida.
McClane soltó un gruñido entre dientes.
—Algún día deberías venir a Nueva York, Riggs. Te prometo que es un infierno distinto.
Riggs rió, recolocando su hombro con un crujido sordo.
—Algún día, McClane. Cuando tú estés retirado y Nueva York sea menos homicida.
La cámara se elevó lentamente.
Cerca del downtown, en un edficio en construcción podía leerse: Próximamente: Plaza Nakatomi.
Un saxofón arrancó un blues rasposo y nostálgico. La imagen se fundió a negro.
El FIN.
Los personajes principales y situaciones son propiedad de Warner Bros y Disney. Esta es una obra de fan fiction.
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