El Reloj Mágico de los Días


 

El niño llegó pedaleando a la venta de garaje, con el viento enredado en su cabello y los ojos llenos de curiosidad. Frenó junto a la mesa de los juguetes y libros viejos, y fue entonces cuando la vio. 

—Mira estodijo la niña, sosteniendo un reloj de bolsillo entre sus dedos—. Es mágico. 

Él bajó de la bicicleta, observando cómo el sol se reflejaba en la gastada cubierta de latón. 

—¿Mágico? —repitió, intrigado. 

Ella asintió con gravedad, como si estuviera revelando un gran secreto. 

—Marca los momentos importantes, los que nunca se olvidan. 

Sacó unas monedas de su bolsillo y lo compró. Fue el mejor tesoro que había encontrado en toda la tarde. 

Desde entonces, la magia estuvo en todo. En las hojas que bailaban con el viento, en las sombras que se alargaban al atardecer, en los edificios que parecían instrumentos de una gran orquesta cuando él jugaba a ser director desde la terraza. Con cada movimiento de sus manos, las ventanas eran violines, los puentes teclas de piano, y la ciudad respondía con una melodía muda que solo él podía escuchar. 

Ella, en cambio, sentía el tic del reloj cada noche de verano. Bajo su almohada, aquel sonido marcaba el pulso de sus sueños. Se preguntaba si él también lo escuchaba, si en algún rincón de la ciudad el pequeño reloj seguía latiendo. 

Un día, corrieron juntos por el bosque. Él vio peces de colores mágicos saltando en el río, como si jugaran con la luz. Ella lo miró y sonrió. 

—¿Los ves? —preguntó él con emoción. 

respondió ella, aunque no estaba segura si los peces eran reales o solo parte de su imaginación. 

Los años pasaron, y la magia pareció desvanecerse. 

Ella se casó con un hombre serio, correcto, pero frío. Sus días estaban marcados por cenas monótonas, conversaciones cortas y una rutina que apagaba los sueños. A veces, en la madrugada, despertaba y el sonido del reloj aún vibraba en su memoria. 

Él, en cambio, siguió esperando. Creía en la magia, en las señales, en los pequeños momentos que lo conectaban con el pasado. Y aunque el reloj de bolsillo estaba roto, aún lo llevaba consigo. 

Una tarde, la ciudad los unió de nuevo. 

Las calles estaban vacías, el viento soplaba con un ritmo que a él le pareció una melodía. 

Ella venía de una función, con el cansancio en los ojos. 

Él salía del hospital, con la misma esperanza intacta. 

Se vieron. 

Se detuvieron. 

El reloj, en el bolsillo de él, tembló como si despertara de un sueño. 

—Eres susurró ella. 

El tiempo nunca había dejado de latir. 

 

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